Cambio de personalidad
En el patio del
manicomio un Napoleón observa su tropa.
—¡De frente!
¡Atacad! ¡Carguen bayonetas...! ¡Todo el mundo al suelo! ¡El
resto al asalto!
—grita su
lugarteniente y los locos cumplen todas las órdenes con arrojo. Sus
rostros están desencajados por el esfuerzo.
—¡Esto es
disciplina y lo demás son cuentos! —piensa Bonaparte,
acariciándose el ombligo con los dedos que siempre lleva escondidos
bajo su impoluta guerrera.
Ya extenuados,
Bonaparte ordena que se les de un rato de descanso. Muchos de ellos
hablan con su inmediato superior, el que les manda; lo hacen agotados,
moviendo los brazos en actitud de queja.
Tras escucharles y
recoger sus protestas, el mando intermedio camina decidido a
transmitir las reivindicaciones de los locos a su general.
—¿Qué ocurre,
Gonlazeur? —le pregunta en un tono torpemente afrancesado.
—Señor, le insisto
en que me apellido González.
—Bien, Gonzaléz...
—persiste en su gabacha puntualización— ¿Qué se habla en
filas?
Disculpe vuecencia
—responde el subordinado, cuadrándose—. Que la tropa dice que
está hasta los huevos de tanta instrucción y de tanta leche. Que
por qué no se mete usted a monje franciscano y nos deja en paz de
una puñetera vez...
—¡Oh, mon Dieu...!
¡Para eso habrá tiempo cuando esté en Santa Elena!
—Pues la soldadesca
se empecina en que os diga y haga esto: ¡Que os den! —le vira la
espalda y se va, tras hacerle una peineta.
Bonaparte se siente vejado
y sorprendido. Se pasa la mano que tiene libre por la barbilla y
exclama para sí:
—¡Ni en Waterloo
sufrí una humillación tan bochornosa! Esto me obliga a cambiar de
aires. Tengo un antifaz que me viene al pelo para no ser reconocido.
Todos van a sentir en sus carnes el efecto de mis supercherías...
¡Jajaja! A partir de mañana me convertiré en la Pimpinela
Escarlata y les haré la vida imposible. ¡Que se jodan por
desertores!