El
despertador
Me
suelen dar las tres de la mañana
y
la noche no llega con el sueño
que
amortaje algunas horas mi desgana.
El
tictac del reloj muestra su empeño
en
dilatar un tanto esa llegada
por
ser su traqueteo en la vigilia dueño.
Gozar
parece con su voz precipitada,
incansable
y latosa, majadera,
compartiendo
la piel de mi almohada.
Mientras
tanto, yo sigo, mi alma espera
que
los ojos se duerman, que le acierte
a
mi cuerpo cansado la muerte pasajera.
Pero
la maquinaria a mi costa se divierte
sabedora
de que no trataré de interceptarla,
pues
luego ha de ser ella la que me despierte.
Sabe
que no puedo convencerla ni pararla,
porque
no tiene mi cabeza campanilla
que
a las ocho del día sepa despertarla.
Mientras,
el bostezo los cansancios trilla
sugiriendo
algún que otro amable cabeceo
contra
los que insiste la fiera en su mesilla.
No
quiere, cada noche perfila ese deseo
el
dichoso reloj que siempre me despierta,
que
ponga mi descanso a expensas del oreo.
Enfurecido
miro a un entornado ventanal
y
al artilugio de latir soez e impertinente
que
burlas simula con sus palos extendidos.
Lo
capturo, y más que un reloj, un vendaval
viene
a ser cruzando el hueco, velozmente,
por
el que salieran otros muchos despedidos.
Luego,
en muchísimo menos de un segundo.
mi
cuerpo ronca acá y está en el otro mundo.
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