Aurora
y ocaso
No
es mejor el este que el oeste
ni
sucede en absoluto lo contrario.
No
es el uno sin el otro extraordinario
manantial
de fantasía que se acueste
sin
hablar de su milagro cotidiano,
verdadero,
admirable, fiel, pagano…
De
una faz a otra el pié del alma erra
en
pos del milagroso gesto amaneciente
o
tras el crepuscular despido de la fuente
de
luz, aletargada tras la cresta de la sierra.
Yo
ansío estar en ambos puntos cardinales
y
oír el encender y el apagar de sus metales.
Anhelo
ver enraizar el día cada día
con
su primer rayo de color entibiecido,
tras
su primer tinte de brillo al que le pido
tapice
como al suelo mi lánguida armonía.
Que
guarnezca esa calma durmiente sobre el pecho
y
mis ojos se toquen del sol recientemente hecho.
Allá
llevo la vista gestando la orillas
del
principio de todo, del extenso
paisaje
pintado en lechos de incienso
con
tonalidades pardas, ocres, amarillas…
Allá
el día nace ilusionado y en mi subconsciente
bulle
un don de fantasía, susurro del oriente.
Mas,
rompe la tarde el ocaso taciturno
que
va cerrando poco a poco el cortinaje
por
el que se pierde el sol, al abordaje
de
un cielo que ya afina su cántico nocturno.
Y
otro color asoma, apagado, calmo y suave lila
que
entre estrellas y luna prendido, letargos destila.
Es
la voz silenciosa del augurio dormido en la noche
que
de amplias sombras encandila la mirada.
Es
el gesto que ni da ni tampoco quita nada
a
la rutina. Sólo es mano que abroche y desabroche
la
inmutable cotidianidad grave y eterna
que
como el día hace con ella, igual le hiberna.
Y
la bóveda oscura se prende en fogatas distantes
que
chispas de agua de plata, infinitas, semejan.
Gotas
diminutas de cristal encendido que dejan
al
cielo elegir por ellas sus guiños brillantes.
Y
la luna, solista de tan pura y soberbia sinfonía
cantará
su luz, colgada de aquel, hasta el nuevo día.