Sonrisa infantil
Los
encantos sedeños que florecen
cada
día en su epidermis timorata
reflejando
la pureza de su estampa,
en
clamores admirados se convierten.
Largueza
de un año, o de dos, que juega
a
la vida, pero a la vida inmaculada,
esa
en que la joven infancia se retrata
con
enfoques de virtud, fotos de seda.
La
cara de dos años regala la sonrisa
carente
de reverso. Es la faz del querube,
es
el cuerpo femenino sin las ubres
propuestas
al ordeño de afanes y ceniza.
Es
el retrato del lugar donde frecuenta
pasear
la ignífera verdad en que gravita
el
don de esa inocencia que se olvida
de
abrirle a la razón ninguna puerta.
Infancia
de la infancia, simple asalto
de
lo opuesto a cuanto luego se perpetre.
Inocencia
despierta, adormecido vientre
que
olvidará poco a poco su remanso.
Es
la virginidad del laxo pensamiento
que
en sueños ignora al llanto o la sonrisa,
dos
únicas certezas que aún así palpitan
larvadas
en otras prendidas en inviernos.
La
mejor cara de la bondad de la belleza
vive
en la sonrisa de un niño balbuceante,
ese
gesto infantil, apacible, que más tarde
la
vida hará de él y su destino, presa.
Tan
suave se advierte el arrebol de esta criatura
y
es tan apresurada y frustrante su mudanza,
que
Natura, sin admitir, por eso, que fracasa
en
su orden infalible, al menos parece que lo duda.
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