Regalo de
cumpleaños
Aquel
señor, de mediana edad, elegantemente vestido, con abundante pelo
engominado y de modales exquisitos, entró en la tienda de música.
Pronto sería el cumpleaños de su esposa y quería regalarle su
instrumento musical preferido. Una dependienta se dirigió a él
dispuesta a atenderle. Era una joven muy simpática.
—Buenos
días, señor. ¿En qué podemos servirle?
Él la
miró un breve instante antes de preguntarle.
—¿Sabía
que es muy simpática?
Ella
miró a todos lados, preguntando.
—¿Quién?
—Usted,
desde luego.
Quedó
algo confundida. Normalmente eso se suele decir cuando el cliente
queda satisfecho, haya decidido o no hacer la compra. Parecía como
si aquel caballero hubiera empezado por el final. Abrió la boca con
cierto aturdimiento y exclamó un apenas perceptible:
—¡Ah...!
—Es
algo que le deben haber dicho muchas veces. Yo, igual que imagino que
muchos otros clientes, lo he sabido por el narrador.
Ella
volvió a sentir algo de confusión.
—¿Por
el narrador? —preguntó, no entendiendo nada.
—Sí
—intentó aclararle—. En la descripción de mi entrada en el
establecimiento, el narrador apuntó que usted era una joven muy
simpática.
Ella
lo miró esta vez, haciendo un gesto que sugería haber comprendido
en esta ocasión.
—Ahora
sí que le entendí —y se le acercó un poco para hacerle una
confidencia al oído—. Pero no le haga usted mucho caso. En
realidad es mi tío y siempre está con la misma cantinela... no creo
ser tan simpática como dice él.
—Pues
a mí me lo parece —respondió él con espontánea amabilidad.
Ella
se sonrojó levemente.
—Tendré
que hablar con él —dijo para justificarse—. Hace que me salgan
los colores.
Esta
última frase de la dependienta, pareció recordar al cliente para
qué había venido al establecimiento.
—Y
hablando de colores... ¿Tienen ustedes flautas?
—Por
supuesto que sí, señor. En una tienda de música no puede faltar
ese instrumento.
—¿Y
en una orquesta? —preguntó intrigado.
—Creo
que tampoco —respondió dubitativa la muchacha—. Salvo que el
director le tenga manía, digo yo.
—Me
parece odiosa una persona que la tome con la flauta —dijo molesto
con esa posibilidad—. Por muy director que sea no tiene derecho
a...
—Es
una falta de respeto musical —intervino ella para darle la razón—.
Creo que eso lo dijo el flautista de Hamelín en una de sus
conferencias, que siempre concluía interpretando madrigales.
El
hombre pareció llevarse una sorpresa.
—¡Qué
me está diciendo! —exclamó aturdido—. ¿Que el flautista de
Hamelín tocaba la flauta? ¡Eso sí que no lo sabía yo! ¡Hasta ahí
podíamos llegar!
Ella
hizo un gesto afirmativo con la cabeza, añadiendo.
—Y
daba conferencias acerca de cómo cazar ratas con ella.
El
cliente pareció sulfurarse oyendo estas puntualizaciones.
—¡Ah,
no! —dijo bastante excitado—. Entonces no me interesa regalarle
una flauta. Me imagino a mi mujer llenándome la casa de ratones. ¡Ni
flautas, ni gaitas! Mejor, póngame un pandero.
Una
vez envuelta y pagada la compra, el hombre se fue con una sonrisa satisfecha.
La dependienta lo despidió, como siempre hacía, según la
descriptiva de un servidor, su tío, simpáticamente.