El piercing
Desde los quince años
o antes, Rosa María de los Dolores estaba loca por tener un piercing
en el ombligo, pero sus padres nunca se lo permitieron. Fue
pasando el tiempo, llegó a la mayoría de edad y entonces pudo
decidir por ella misma. ¡A ver quién iba ahora a poder poner
impedimentos a su deseo! Justo el día que cumplió los dieciocho, se
personó en una tienda especializada para, por fin, poder cumplir su
sueño. La sorpresa fue enorme al recibir la respuesta del
especialista, diciéndole que no se podía hacer tal cosa.
—¡Pero si hoy la
mayoría de las mujeres lo llevan!
—Eso es bien cierto
—fue la concisa respuesta—, pero, por las razones dichas, en este
taller no podemos ponérselo a usted. Ni creemos que en ninguno puedan
hacerlo.
—¿Simplemente por
ese motivo se justifica que no me pinchen un piercing en el
ombligo como a cualquier persona decente?
En la pregunta se
advertía un tono de alteración y nerviosismo. Era su mayor ilusión
lucir aquella minúscula pieza en su ombliguito femenino.
—Sí. Es razón
suficiente para que no podamos hacerlo.
—Pues iré a otro
sitio. La ciudad está llena de chiringuitos como éste.
Y se fue malhumorada,
pero decidida a que, primero sus padres y, luego, un taller sin
argumentos convincentes, le privaran de satisfacer el mayor de
sus anhelos.
Pero le pasó lo
mismo en el siguiente intento y en el otro y en el otro...
No se discutía el
precio, ni tan siquiera un diseño caprichoso. En todos los lugares
visitados le daban la misma tonta respuesta. Estaba desesperada.
No le quedaba ya para
conseguirlo, más que un último taller. Y a él se encaminó
tremendamente desconfiada. Volvió obtener la misma réplica que
casi la hizo desvanecerse.
—¡Pero, por qué...
por qué ustedes, ni nadie intentan esmerarse y colocarme ahí el
dichoso piercing?
—Podemos ponérselo
en otra parte. ¿No le gustaría lucirlo en un lóbulo? Ahí le
quedaría precioso. Y no digamos en la lengua...—añadió el experto con cierta malicia.
—¡Nooo! ¡Insisto
en que lo quiero llevar donde les he dicho!
—A ver si lo
entiende, señorita. Al menos tres veces se lo he intentado aclarar. No
podemos colocárselo ahí, porque, casualmente —matizó con un
reproche, que, a la vez iba rebosante de asombro—, ¡es posible que sea usted la única
persona en el mundo que no tiene ombligo! ¡Qué cosa tan rara,
mecachis! ¡No se lo podemos anclar ahí, porque le falta! ¿Entiende?
—¡Otra vez la
misma majadería! ¡Lo que pasa es que en este país son
muy poco profesionales!
Y se marchó
furibunda, decidida a intentarlo en los Estados Unidos.