Fuego
Brotan
llamas de un rojizo envanecido,
ascendentes
desde la terrosa alfombra
que
al cielo aturde y al entorno asombra
tras
el
crepitar, la humareda y el chasquido.
El
fuego serpea al
cebarse
en cuanto mira,
devorador
de todo, eterno insatisfecho
para
el que jamás en sus jadeos hubo pecho
que
pudiese contener la gula de su pira.
No
es ese ardor, por el contrario, lo que quema
tras
confinarse
en las estancias complacientes
con
la fúlgida certeza de la más radiante gema.
Porque
es otro, nada devorador, en el que ausentes
los
furores, un encendidísimo candor paciente rema
sobre
el mar calmo y grácil de tus ojos refulgentes.
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